Uno
de esos días que dedicamos tiempo a platicar, un amigo me compartió una
historia que hizo que mi corazón latiera fuertemente:
Esta
historia trata sobre un joven, que un día estaba cerca de un acantilado. Mientras
caminaba de frente maravillado por el paisaje, se acercaba sin darse cuenta, peligrosamente
hasta la orilla. De pronto le pareció escuchar una vocecita, que suavemente le
decía al oído: “Ve más despacio, y mira por dónde van tus pasos”. El joven
volteó para ver quién estaba justo detrás de él hablándole, pero no vio a nadie
y continuó su camino.
Mantuvo
su marcha de prisa hacia la imponente barranca, con un deseo incontenible de contemplar
la cañada desde esa gran altura… Nuevamente escuchó una vocecita tenue que le
decía: “Si yo fuera tú, caminaría más lento, así podría disfrutar más del
paisaje, y no me acercaría tan rápido a la orilla, puede ser peligroso, es muy
alta esta montaña…” El joven miró nuevamente a su alrededor para ver quién
estaba aconsejándolo, pero no vio a nadie ahí y siguió incrédulo su camino.
Cuando
estaba ya muy cerca de la orilla, sintió bajo sus pies la tierra resbalosa y
frágil cediendo al peso de su cuerpo, había un peligro real de despeñarse por
la barranca. En ese momento escuchó de nuevo una voz tras su oído: “Acuéstate
en el piso, sujétate de ese árbol y disfruta de este hermoso acantilado, tal
vez en esta posición puedas evitar caer”…
El
joven inmediatamente se tiro al piso y se sujetó del tronco de un pequeño árbol
que estaba a su derecha. La tierra suelta de la orilla, se desprendía hacia la
barranca con tan sólo tocarla. Efectivamente, hubiera podido caer desde tal
altura. Al darse cuenta de esto, buscó nuevamente a su alrededor al que estaba
ayudándolo a guiar sus movimientos, pero por mucho que se esforzó no encontró a
nadie. Ese día el joven disfrutó por un largo rato su visita al acantilado con
el placer de percibir no sólo lo que sus ojos podían apreciar, sino también sus
oídos, su olfato, su tacto y todos sus otros sentidos…
Muchos
maestros pasamos invisibles a la vista de nuestros alumnos; algunas veces
pareciera que tenemos un poder mágico para no ser vistos o escuchados, y
también es como si en algunas otras ocasiones nuestra presencia no fuera tan
requerida o necesaria. Pero algo es seguro; la vocación que llevamos en el
corazón para ser maestros, alcanza con sus latidos, las fibras más sensibles,
aquellas que hacen que los jóvenes, como el de la historia, escuchen consejos
sin darse cuenta de dónde o de quién provienen. Hacen que las personas razonen,
hacen que las conciencias se eleven y pueda evolucionar nuestro mundo, nuestra
especie, nuestro universo, y todo ello, gracias a los latidos fuertes del
corazón de un maestro…
¡Muchas
felicidades maestros por latir tan fuertemente!
Cariñosamente:
Mtra.
María Natividad Fernández Morfín.
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